viernes, 29 de septiembre de 2017

Los Elementales de la Naturaleza.




Los Elementales.
Elementales es el nombre que recibe una categoría de seres mitológicos descritos por primera vez en las obras alquímicas de Teofrasto Paracelso (1493–1541). Los tipos de elementales descritos eran cuatro, coincidiendo con los elementos de la tradición griega. De esta forma la correspondencia entre los elementos y las criaturas que les representaban sería:1
Agua: Ondinas
Fuego: Salamandras
Tierra: Gnomos
Aire: Sílfides.
Según la mitología los elementales son seres del mundo espiritual, conectados directamente con unos elementos (de allí su nombre) que rigen al planeta tierra: agua, tierra, aire, fuego y (en algunas culturas) el vacío.
Se los representa como figuras humanizadas, vestidas de manera extraña y rodeados de mucho misterio. Esta es sólo su apariencia, para que pueda identificárselos. Datan de mucho tiempo, que son anteriores a la aparición del hombre en el planeta.
Cuando el planeta era sólo una masa incandescente y sin vida, los elementales estaban presentes planeando la construcción y la vida futura, ayudando a los Espíritus Superiores, Arquitectos Cósmicos, quienes eran los encargados de coparticipar en la obra del creador.
Las salamandras –elementales del fuego- cuidaban la masa de gases radioactivos presentes en el planeta y de la materia incandescente que debía ir sedimentándose y enfriándose de a poco, para que el planeta en formación pudiera ser habitable.
Los silfos, elementales del aire, cuidaban de la evolución de esos gases tóxicos, para lograr el equilibrio químico y la evolución de los violentos vientos y tormentas nucleares que azotaban al planeta en formación, allá en los comienzos de la historia cósmica.
Los Espíritus Superiores o Arquitectos Cósmicos ya tenían planeado todo tipo de vida que surgiría en la tierra, siguiendo las orientaciones del Creador. Estaba todo programado en la Mente Divina. Sólo hacía falta que se estableciera el orden, para que esos Espíritus de la naturaleza o elementales pudieran, finalmente, empezar el proceso de evolución y vida sobre el planeta tierra, como colaboradores inmediatos de los arquitectos celestiales.
Cuando los gases se hicieron líquidos y cayeron sobre el planeta en forma de gotas de agua, lluvias y tormentas violentas que inundaron casi toda su superficie, aparecieron los elementales del agua: Sirenas, Ninfas y Nereidas, por las explosiones nucleares, quitándoles las materias densas y pesadas que aún había en suspensión.
En el Universo existen, entre otros Jefes Espirituales, espíritus guardianes, orientadores, protectores, y organizadores de toda la creación. Los elementales, sus colaboradores, fueron, por lo tanto, anteriores a la aparición del hombre sobre la tierra y los encargados de armonizar las condiciones básicas para la aparición de la vida en sus varios reinos.
Cuando el planeta comenzó a enfriarse y a estabilizarse, ya estaban presentes los elementales de la tierra: Gnomos, Duendes y Hadas, a fin de armar los elementos de su nivel, o sea, los primeros esbozos de arbustos y piedras. Estaban dando origen a todo lo que germinaría después, con el trabajo de millones de años.
Es curioso observar que desde la antigüedad más remota, los elementales fueron representados de manera casi idéntica por los pueblos más diferentes, por ejemplo, los sumerios, los caldeos, los egipcios, los chinos, los pueblos indígenas de África, Polinesia y América.
Los dibujos que se encontraron los muestran de manera casi idéntica, no importa cuan lejos estuvieran esos pueblos unos de otros. Esto nos lleva a pensar que los elementales siempre se comunicaron con los seres humanos, manteniendo un patrón energético que permitiera verlos e identificarlos. Estaban presentes en casi todos los ritos sagrados, especialmente en aquellos en que se pedía la protección celestial para las cosechas y las siembras.
Se los representa como a dioses mitológicos y eran objeto de privilegios, por parte de los sacerdotes y del mismo pueblo. No sólo se los invocaba para que protegiesen las siembras sino también para que aquietasen las aguas, apagasen incendios y contuvieran tempestades. O sea, protección de los cuatro elementos.
Aparecen sus figuras, casi idénticas, tanto en la Europa central del siglo XV como en la India milenaria y mágica, 2000 años antes de Cristo.
Los elementales eran amados y temidos al mismo tiempo, ya que tanto beneficiaban como perjudicaban. Fueron siempre considerados seres duales. Ellos tienen un tipo de vibración muy rápida y eléctrica, que les permite trasladarse de un lugar a otro a la velocidad de la luz.
Se los considera espíritus juguetones, animados, traviesos, sin mucha responsabilidad y arduos trabajadores de la naturaleza. No tienen un concepto muy claro del bien y del mal y por eso pueden ser manipulados para los trabajos de magia negra. Tal vez, su nivel de conciencia se parezca a la de un niño que aún no sabe distinguir entre acertado y errado.
El hecho de no tener un nivel de madurez espiritual suficientemente desarrollado para diferenciar el bien y el mal, los hace semejantes a criaturas traviesas, inconscientes e inocentes, como la propia imagen física con la cual se presentan ante los hombres.
Si por su falta de conciencia madura, alguna vez fueron usados para practicar el mal, pagaron muy caro esta acción porque retrocedieron en su camino espiritual de evolución.

HISTORIA DE LA HIGIENE PERSONAL Y DE LAS CIUDADES EN LA HISTORIA. (2)




Un artefacto de alto riesgo llamado bañera.
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido… No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes. Jajajajaja ¿La Ropa interior? Que asco.
Aires ilustrados para terminar con los malos olores.
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.
Tuberías y retretes: la revolución higiénica.
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
Del agua festiva al agua inquietante.
En esta parte se analiza la idea de limpieza corporal en los pueblos durante los siglos XV y XVI. Es una época dominada por el temor a la peste, que se abate en sucesivas oleadas sobre Europa.
Estaba muy difundida entonces, según el autor, la concepción del cuerpo humano como materia porosa, al modo de una esponja, la cual, del mismo modo que transpira hacia fuera (el sudor), también absorbe los líquidos y gases circundantes. Esto ocurriría especialmente en el baño, el cual dilataría los poros de la piel, dando lugar a una peligrosa ósmosis entre el interior y el exterior del cuerpo.
Esta creencia llevó a la población francesa a desconfiar del baño y evitarlo sistemáticamente, ya que el agua, abriendo los poros, permitiría que se infiltrara en el cuerpo la peste. El agua haría al cuerpo más vulnerable, exponiéndolo a los miasmas que flotan por el aire. De este modo, y por extraño que parezca, la lucha contra la peste y otras infecciones condujo a cerrar los pocos baños públicos que quedaban en París desde la Edad Media. Así lo dice un documento de la época:
«Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos, la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están más abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia el interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones» (p.22).
Evidentemente, si así sucedía con los baños públicos, aún más con los privados. Hay que recordar que la costumbre de bañarse y de destinar un lugar de la casa para esta operación es muy posterior, como veremos a más adelante. La limpieza cotidiana, pues, se realiza mediante un “aseo seco”, consistente en fricciones y perfumes. El agua sólo se reserva para lavar manos y cara.
La ropa que lava.
Ahora el autor se remonta a la Edad Media (siglo XIII), para analizar desde entonces hasta el siglo XVII las relaciones entre ropa y limpieza. No se trata, por tanto, de una continuación cronológica del tema anterior, es decir, de la mayor o menor frecuencia del baño, sino del uso de la ropa como instrumento para expresar y sustituir la limpieza corporal.
En efecto, ya desde la Edad Media la limpieza corporal no se entendía como referida al cuerpo físico, a la piel, sino a las partes visibles de la persona, es decir, rostro, manos e indumentaria. Los olores y sensaciones íntimas eran en este sentido irrelevantes. El cuerpo se interpreta en función de su visibilidad social, y sólo en esta medida se entiende también la limpieza. En otras palabras, es «como si el cuerpo delegara su existencia en otros objetos, los que lo envuelven o lo rodean» .
La vestimenta, de este modo, se vive como prolongación del propio cuerpo y en cierto modo su sustituto. «Si hay una “suciedad” del cuerpo —dice Vigarello—, se supone que sólo la llevan estos objetos. No tiene presencia alguna fuera de ellos y no se observa más que en ellos, que la hacen concreta».
En este contexto surge una novedad alrededor del siglo XVI: lo que hoy entendemos por “ropa interior”. Es aquella vestidura cuya función no es mostrarse exteriormente, sino sustituir a la piel en su limpieza. Es decir, mudando de ropa interior y lavándola periódicamente, la persona se considera limpia. Se evita así el contacto directo con el agua, delegando éste a la ropa interior.
La “ropa interior” por antonomasia era entonces la camisa. El interés de la camisa (o “ropa blanca”) es su paulatina manifestación externa asomando por las solapas y mangas de los trajes (el jubón de los siglos XV-XVII). Ello significa que la intimidad corporal comienza a sugerirse y expresarse ante los demás, se incorpora al juego de la apariencia y se interpreta como cuestión de estilo. De hecho los cuellos y mangas de las camisas adquirirán gran protagonismo en la indumentaria del Siglo de Oro, con diversidad de encajes y bordados, como testimonian los retratos suntuosos de la época.
A partir de entonces la indumentaria se irá convirtiendo en instrumento de una intimidad corporal conocida, cultivada y expresada. Si los lazos entre moral, limpieza y elegancia han sido siempre estrechos, a partir del siglo XVI adquieren una sutileza y complejidad extraordinarias. «La limpieza es la ropa. (…) Moda y limpieza terminan en el siglo XVII por confundirse».
Del agua que penetra en el cuerpo a la que lo refuerza.
Esta parte describe los usos higiénicos del siglo XVIII. Característica de esta época es la difusión de la bañera entre las clases elevadas, y por tanto del baño privado. Se trata de un mueble portátil, no ligado a un espacio concreto de la casa (el “cuarto de baño” es posterior), que se usa con un fin más bien sanitario y tonificante que de limpieza; es un baño termal, más que higiénico, que se toma con escasa frecuencia. Se considera también signo de distinción y refinamiento aristocrático.
Pervive la creencia de que el agua penetra en el cuerpo y ejerce una influencia en sus órganos (aunque en este caso con efectos saludables), y ello con tanta intensidad, que se recomienda después del baño reposar unas horas en el lecho, para reponer el cuerpo de los influjos del agua.
Nace también entonces el bidé (por primera vez en Francia, aunque no lo dice Vigarello). Con este mueble, destinado a la limpieza íntima de las mujeres (aunque no exclusivamente), se toma conciencia del carácter privado de ciertas abluciones y de las distintas necesidades higiénicas de las personas, según los sexos y las partes del cuerpo, y poco a poco se va imponiendo la conveniencia de los apartamentos excusados, es decir, de ciertos lugares en las casas reservados exclusivamente al aseo. Surge así el cuarto de aseo, un espacio reservado para ciertas operaciones higiénicas que deben realizarse privadamente. No quiere decir, sin embargo, que entre estas operaciones esté el baño, pues la popularización de esta práctica es muy posterior. Por ejemplo en 1790, según registra Vigarello, sólo hay en París 150 bañeras. Cuarto de aseo sólo se convertirá en cuarto de baño en el siglo XIX.
Al mismo tiempo estas prácticas dejan en el siglo XVIII de ser privativas de la aristocracia como signo de distinción social, y pasan a difundirse entre la burguesía, como expresión de autonomía y libertad.
A instancias de médicos y científicos, los gobiernos comienzan a preocuparse por la “salubridad pública”, dictando toda clase de medidas para fomentar la limpieza de los espacios públicos.
El agua que protege.
En esta parte el análisis se centra en la Francia en el siglo XIX. Esta época se caracteriza por la difusión de la palabra y el concepto de higiene. Ello comporta que, a partir de ahora, la limpieza corporal será vivamente recomendada por los médicos y tendrá un carácter más bien profiláctico. Los descubrimientos de Pasteur (1822-1895), padre de la microbiología médica, serán determinantes en este sentido. Sus investigaciones inspirarán multitud de tratados de higiene, y serán objeto de estudio en la cátedra de higiene de la facultad de Medicina de París, de nueva creación.
Junto a estas connotaciones sanitarias, la limpieza adquiere también un nuevo significado moral y social. La higiene personal se percibe ahora, mucho más que en el pasado, como estrechamente unida a la intimidad corporal y al pudor sexual. Limpieza corporal (incluyendo la limpieza que no se ve) será señal de dignidad personal, respeto a los demás y ciudadanía.
Además de científica e íntima, la higiene se torna más popular, extendiéndose a todas las capas sociales y convirtiéndose en materia de interés público para las autoridades. Se ponen en marcha en París y otras ciudades proyectos urbanísticos complejos, que incluyen canalizaciones subterráneas e incluso tuberías para llevar agua a los pisos (esto último después 1870).
También la arquitectura tiene en cuenta la higiene, pues se prevé, en las casas burguesas, que haya junto al dormitorio un cuarto de aseo, dotado de muebles y utensilios adecuados. Este cuarto se convertirá propiamente en cuarto de baño a partir de 1880. En torno a 1860 surge, en ámbitos militares y carceleros, la ducha, que poco a poco se irá adoptando en las casas por su gran economía y funcionalidad.
Bien amigos y amigas, por todo lo antes expuesto y visto con los ojos del avance de la salud y la higiene de nuestros tiempos, quien desea un título de Marqués y un viejecito de dos o tres años a la Europa medieval, claro que con los gastos pagados.
Final.

HISTORIA DE LA HIGIENE PERSONAL Y DE LAS CIUDADES EN LA HISTORIA.




HISTORIA DE LA HIGIENE PERSONAL Y DE LAS CIUDADES EN LA HISTORIA.
Queridos amigos y amigas, muchos de nosotros al leer las historias de caballería de la Europa medieval, soñamos con ser ilustres caballeros o hermosas damiselas, en un mundo rodeado de glamour de las grandes cortes, ser un caballero ordenado por el Rey, o un cazador salvando a la hija de un ilustre seños y por lo cual recibíamos tierras, esclavos y títulos de la nobleza, pero lamentablemente olvidamos la higiene de esa época y créanme si la máquina del tiempo existiera no les gustaría vivir allá.
El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos” pueden creer ustedes esto mis queridos amigos.
Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio” jajaja de lujo, asi que imagínense a un hombre de 19 años que nunca haya enfermado y que se va a casar, ese sería su primer baño en la vida por el amor de Dios que asco.
Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más, si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles.
Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos”
Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene.
Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. ¡Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba.
Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle.
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas.
En aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.
La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabes estaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier cauce cercano. Nombres de los como el del francés Merderon revelan su antiguo uso. Los pocos baños que había vertían sus desechos en fosas o pozos negros, con frecuencia situados junto a los de agua potable, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades.
Los excrementos humanos se vendían como abono.
Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios.
Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del embellecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con dificultad por las calles principales
En verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban mucho mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento debido a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a la aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin que ningún científico pudiera explicar la causa.
Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo.
Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano.
Un artefacto de alto riesgo llamado bañera. (Continuará).