viernes, 29 de septiembre de 2017

HISTORIA DE LA HIGIENE PERSONAL Y DE LAS CIUDADES EN LA HISTORIA. (2)




Un artefacto de alto riesgo llamado bañera.
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido… No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes. Jajajajaja ¿La Ropa interior? Que asco.
Aires ilustrados para terminar con los malos olores.
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.
Tuberías y retretes: la revolución higiénica.
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
Del agua festiva al agua inquietante.
En esta parte se analiza la idea de limpieza corporal en los pueblos durante los siglos XV y XVI. Es una época dominada por el temor a la peste, que se abate en sucesivas oleadas sobre Europa.
Estaba muy difundida entonces, según el autor, la concepción del cuerpo humano como materia porosa, al modo de una esponja, la cual, del mismo modo que transpira hacia fuera (el sudor), también absorbe los líquidos y gases circundantes. Esto ocurriría especialmente en el baño, el cual dilataría los poros de la piel, dando lugar a una peligrosa ósmosis entre el interior y el exterior del cuerpo.
Esta creencia llevó a la población francesa a desconfiar del baño y evitarlo sistemáticamente, ya que el agua, abriendo los poros, permitiría que se infiltrara en el cuerpo la peste. El agua haría al cuerpo más vulnerable, exponiéndolo a los miasmas que flotan por el aire. De este modo, y por extraño que parezca, la lucha contra la peste y otras infecciones condujo a cerrar los pocos baños públicos que quedaban en París desde la Edad Media. Así lo dice un documento de la época:
«Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos, la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están más abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia el interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones» (p.22).
Evidentemente, si así sucedía con los baños públicos, aún más con los privados. Hay que recordar que la costumbre de bañarse y de destinar un lugar de la casa para esta operación es muy posterior, como veremos a más adelante. La limpieza cotidiana, pues, se realiza mediante un “aseo seco”, consistente en fricciones y perfumes. El agua sólo se reserva para lavar manos y cara.
La ropa que lava.
Ahora el autor se remonta a la Edad Media (siglo XIII), para analizar desde entonces hasta el siglo XVII las relaciones entre ropa y limpieza. No se trata, por tanto, de una continuación cronológica del tema anterior, es decir, de la mayor o menor frecuencia del baño, sino del uso de la ropa como instrumento para expresar y sustituir la limpieza corporal.
En efecto, ya desde la Edad Media la limpieza corporal no se entendía como referida al cuerpo físico, a la piel, sino a las partes visibles de la persona, es decir, rostro, manos e indumentaria. Los olores y sensaciones íntimas eran en este sentido irrelevantes. El cuerpo se interpreta en función de su visibilidad social, y sólo en esta medida se entiende también la limpieza. En otras palabras, es «como si el cuerpo delegara su existencia en otros objetos, los que lo envuelven o lo rodean» .
La vestimenta, de este modo, se vive como prolongación del propio cuerpo y en cierto modo su sustituto. «Si hay una “suciedad” del cuerpo —dice Vigarello—, se supone que sólo la llevan estos objetos. No tiene presencia alguna fuera de ellos y no se observa más que en ellos, que la hacen concreta».
En este contexto surge una novedad alrededor del siglo XVI: lo que hoy entendemos por “ropa interior”. Es aquella vestidura cuya función no es mostrarse exteriormente, sino sustituir a la piel en su limpieza. Es decir, mudando de ropa interior y lavándola periódicamente, la persona se considera limpia. Se evita así el contacto directo con el agua, delegando éste a la ropa interior.
La “ropa interior” por antonomasia era entonces la camisa. El interés de la camisa (o “ropa blanca”) es su paulatina manifestación externa asomando por las solapas y mangas de los trajes (el jubón de los siglos XV-XVII). Ello significa que la intimidad corporal comienza a sugerirse y expresarse ante los demás, se incorpora al juego de la apariencia y se interpreta como cuestión de estilo. De hecho los cuellos y mangas de las camisas adquirirán gran protagonismo en la indumentaria del Siglo de Oro, con diversidad de encajes y bordados, como testimonian los retratos suntuosos de la época.
A partir de entonces la indumentaria se irá convirtiendo en instrumento de una intimidad corporal conocida, cultivada y expresada. Si los lazos entre moral, limpieza y elegancia han sido siempre estrechos, a partir del siglo XVI adquieren una sutileza y complejidad extraordinarias. «La limpieza es la ropa. (…) Moda y limpieza terminan en el siglo XVII por confundirse».
Del agua que penetra en el cuerpo a la que lo refuerza.
Esta parte describe los usos higiénicos del siglo XVIII. Característica de esta época es la difusión de la bañera entre las clases elevadas, y por tanto del baño privado. Se trata de un mueble portátil, no ligado a un espacio concreto de la casa (el “cuarto de baño” es posterior), que se usa con un fin más bien sanitario y tonificante que de limpieza; es un baño termal, más que higiénico, que se toma con escasa frecuencia. Se considera también signo de distinción y refinamiento aristocrático.
Pervive la creencia de que el agua penetra en el cuerpo y ejerce una influencia en sus órganos (aunque en este caso con efectos saludables), y ello con tanta intensidad, que se recomienda después del baño reposar unas horas en el lecho, para reponer el cuerpo de los influjos del agua.
Nace también entonces el bidé (por primera vez en Francia, aunque no lo dice Vigarello). Con este mueble, destinado a la limpieza íntima de las mujeres (aunque no exclusivamente), se toma conciencia del carácter privado de ciertas abluciones y de las distintas necesidades higiénicas de las personas, según los sexos y las partes del cuerpo, y poco a poco se va imponiendo la conveniencia de los apartamentos excusados, es decir, de ciertos lugares en las casas reservados exclusivamente al aseo. Surge así el cuarto de aseo, un espacio reservado para ciertas operaciones higiénicas que deben realizarse privadamente. No quiere decir, sin embargo, que entre estas operaciones esté el baño, pues la popularización de esta práctica es muy posterior. Por ejemplo en 1790, según registra Vigarello, sólo hay en París 150 bañeras. Cuarto de aseo sólo se convertirá en cuarto de baño en el siglo XIX.
Al mismo tiempo estas prácticas dejan en el siglo XVIII de ser privativas de la aristocracia como signo de distinción social, y pasan a difundirse entre la burguesía, como expresión de autonomía y libertad.
A instancias de médicos y científicos, los gobiernos comienzan a preocuparse por la “salubridad pública”, dictando toda clase de medidas para fomentar la limpieza de los espacios públicos.
El agua que protege.
En esta parte el análisis se centra en la Francia en el siglo XIX. Esta época se caracteriza por la difusión de la palabra y el concepto de higiene. Ello comporta que, a partir de ahora, la limpieza corporal será vivamente recomendada por los médicos y tendrá un carácter más bien profiláctico. Los descubrimientos de Pasteur (1822-1895), padre de la microbiología médica, serán determinantes en este sentido. Sus investigaciones inspirarán multitud de tratados de higiene, y serán objeto de estudio en la cátedra de higiene de la facultad de Medicina de París, de nueva creación.
Junto a estas connotaciones sanitarias, la limpieza adquiere también un nuevo significado moral y social. La higiene personal se percibe ahora, mucho más que en el pasado, como estrechamente unida a la intimidad corporal y al pudor sexual. Limpieza corporal (incluyendo la limpieza que no se ve) será señal de dignidad personal, respeto a los demás y ciudadanía.
Además de científica e íntima, la higiene se torna más popular, extendiéndose a todas las capas sociales y convirtiéndose en materia de interés público para las autoridades. Se ponen en marcha en París y otras ciudades proyectos urbanísticos complejos, que incluyen canalizaciones subterráneas e incluso tuberías para llevar agua a los pisos (esto último después 1870).
También la arquitectura tiene en cuenta la higiene, pues se prevé, en las casas burguesas, que haya junto al dormitorio un cuarto de aseo, dotado de muebles y utensilios adecuados. Este cuarto se convertirá propiamente en cuarto de baño a partir de 1880. En torno a 1860 surge, en ámbitos militares y carceleros, la ducha, que poco a poco se irá adoptando en las casas por su gran economía y funcionalidad.
Bien amigos y amigas, por todo lo antes expuesto y visto con los ojos del avance de la salud y la higiene de nuestros tiempos, quien desea un título de Marqués y un viejecito de dos o tres años a la Europa medieval, claro que con los gastos pagados.
Final.

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